Tanto la agenda del desarrollo como la variedad de actores que la promueven a través de la cooperación internacional han evolucionado de una forma notable durante las últimas décadas. Como resultado, muchos de los países de nuestro entorno se han lanzado a reformar sus modelos de cooperación con el fin de adaptarlos a ese nuevo contexto y lograr que sean más eficaces a la hora de contribuir a compromisos como, por ejemplo, los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
También lo ha hecho España. El nuevo Proyecto de Ley de Cooperación, aprobado por el Consejo de Ministros el 31 de mayo, nace con la voluntad de modernizar el sector. Sin embargo, pese a que indudablemente incorpora mejoras, sigue sin redimensionar suficientemente el sector como para cristalizar el considerable potencial con el que el país podría contribuir a los objetivos de desarrollo.
La reforma llega mucho más tarde que en el resto de países europeos, y mientras la estrategia perseguida por países como Alemania o Francia ha buscado cohesionar una gran variedad de actores nacionales para maximizar la consecución de objetivos y reposicionar al país en el nuevo mapa de la cooperación, España demuestra que sabe compartimentar mucho más que sumar y cohesionar esfuerzos.
Muestra de ello es el papel marginal que se otorga al sector privado. A través de esta ley, España no opta por estar a la altura de lo que exige la cooperación de los próximos años, sino de someterse al continuismo de lo que vino antes.